Tributo a la normalidad
En el personaje común, en la rutina diaria, en el plato de lentejas. Ahí aguarda el secreto de la felicidad.
Líderes de opinión, “influencers”, genios, artistas, escritores de Premio Planeta, deportistas de élite y famosos en general. Todos estos especímenes y algunos más conforman una ralea que iluminan y orientan a muchos de nosotros. Se constituyen en un Olimpo de semimortales exitosos así como en una suerte de modelo a seguir para un número considerable de personas.
No obstante quisiera hoy dedicar mi prosa al personaje anónimo, al ciudadano corriente que recorre su camino diario sin estridencias, sin focos. Aquel que lleva al colegio a sus hijos y trabaja en algo que siempre podría ser mejor y peor. Ese que aporta su ladrillo en la construcción de una sociedad inmaterial que rara vez le reconocerá su esfuerzo.
Aseguraba P.D. James que la verdadera trascendencia, la espiritualidad esencial se podía encontrar de la forma más pura en las cosas normales, en los sucesos cotidianos, en la rutina diaria. Y es que en nuestra normalidad es donde se esconde el paradigma final de la existencia. Con nuestra familia viviremos el amor verdadero. Un amor con risas y quebrantos, aciertos y desatinos, ilusiones y decepciones. Amor auténtico, de cal y arena. El que nos llevaremos cuando nos marchemos, el que enjugará nuestra última lágrima y rubricará nuestra sonrisa póstuma. Algún desconocido erigirá una torre inquebrantable de amistad; se convertirá en confidente, asesor y hermano o en mucho más que eso. Puede que en algún chucho descubramos la inocencia infinita y al compañero de paseos y cavilaciones. En nuestro trabajo cotidiano advertiremos la posibilidad de crecer, hacerlo mejor y ser útil para otros.
Lo que vemos a diario no nos admira pero estamos lejos de encontrar el secreto de este mecanismo imperfecto que, aún así, seguirá funcionando hasta el último aliento.
Nos asombramos ante la imponencia de una catedral y nos encandila el personaje público que consigue una gran gesta. Pero en última instancia la verdadera magia estriba en quienes construyeron piedra a piedra el templo y los escuderos que acompañaron siempre al caballero.
Hoy es un día común, donde un tipo cualquiera rinde homenaje a la sencillez, a la normalidad, a la rutina y a la cotidianeidad. Hoy mis héroes son el mecánico, la enfermera, el agricultor y la maestra. Su memoria no será venerada más que por los suyos pero sobre su peldaño alzaremos otros nuestro pie. Su pequeño legado es nuestra gran herencia.
Fernando Collado Rueda
Publicado en Diario de Almería el 25/11/2020
- Publicado en Artículos en prensa, General
Prehistórica actualidad
La necesidad de expresar, comunicar y trascender es innata al origen del ser humano.
Estas vacaciones he tenido oportunidad de visitar alguno de los múltiples yacimientos prehistóricos que jalonan nuestra península. Resulta sobrecogedor admirar milenios de arte a golpe de linterna mientras el experimentado guía dramatiza sus explicaciones y muestra tesoros que, a fuerza de recorrerlos y velarlos, siente como suyos.
Investigaciones recientes demuestran que las primeras obras de arte rupestre corresponden no al Homo sapiens sapiens, nuestra especie, si no a un primo cercano, el Neanderthal. Las primeras pinturas (halladas hasta ahora) tienen la friolera de 65000 años. Ahí es nada. El Neanderthal ya sentía la necesidad de expresar, comunicar, organizar y, algo que me parece clave para entender nuestra psique, trascender.
Existen diferentes hipótesis que tratan de explicar la función del arte rupestre. La teoría más integradora señala que todas son ciertas y que las obras tenían objetivos diferentes en función del contexto social en el que se desarrollaban.
Así las escenas de caza tratarían de invocar a la fortuna en las cacerías de forma que estas se desarrollaran con abundantes piezas y en ausencia de accidentes. Las manos pintadas en negativo serían una suerte de firma, una escritura notarial de los pobladores de la cueva. Sin embargo las que me resultan más ilustrativas de cómo pensamos, aún hoy, los tataranietos digitalizados de aquellos cavernarios son las pinturas simbólicas y rituales.
Sabemos que a determinadas partes de la cueva solo tenían acceso los chamanes del grupo u hombres medicina. Esto, de por sí, ya es llamativo puesto que en estos núcleos sociales primitivos ya se atribuía a determinados individuos la capacidad de ser interlocutores de otra realidad. Estos chamanes improntaban su mundo con toda una constelación de símbolos que daban forma a una cosmogonía tremendamente rica. El mero hecho de construir estas alegorías ya implicaba una capacidad de abstracción igual, si no superior, a la que tenemos hoy día.Por tanto, sin pretender usurpar el trabajo de antropólogos y arqueólogos, sí quiero incidir en la necesidad que tenemos los seres humanos de cultivar la trascendencia. Negarla es negar nuestro propio origen. Y adoctrinarla, en cualquiera de los dogmas que nos ofertan gentes amables de sonrisa y corbata, tal vez suponga un limitante corsé. Estoy seguro de cada uno tenemos nuestra íntima manera de trascender. Os animo a encontrarla.
Artículo publicado en Diario de Almería el 01/09/2020
Fernando Collado Rueda
- Publicado en Artículos en prensa, General