
La obligación de ser extraordinarios se manifiesta en todas las áreas de nuestra vida sometiéndonos a una presión inaguantable
El cine lleva más de un siglo mostrándonos protagonistas capaces de resolver las más variopintas vicisitudes. Son gente guapa, lista y divertida. Incluso cuando mueren lo hacen con estilo. En la televisión se ensalza a las figuras que superan grandes retos. El ciudadano anónimo conquista su minuto de gloria cuando queda primero en una oposición o crea una app que todo el mundo descarga. También enfocan a los que les toca la lotería, lo que no deja de ser el símbolo de esa selecta minoría que resulta acariciada por la diosa Fortuna. Los cánones de belleza persiguen lo mismo: chicos y chicas de pelazo, vientre plano y formas esculpidas. Y los intentos de mostrar cuerpos normales como referentes aún tienen, lamentablemente, poca repercusión real.
Lo perfecto, lo ideal parecen suponer el objetivo que los seres humanos debemos alcanzar.
Hemos llegado a un punto en el que a todos se nos exige ir al gimnasio (ahora crossfit), ser manitas, saber cocinar, explorar alguna faceta artística, ser ingeniosos, buenos profesionales, intrépidos, viajeros, cariñosos, románticos… Se nos pide, en definitiva, ser insuperables.
La dictadura de la perfección, silente y constante, se manifiesta en todas las áreas de nuestra vida y nos somete a unos niveles de presión inaguantables.
Las redes sociales son un ejemplo de todo ello. En LinkedIn mostramos nuestra excelsas capacidades profesionales. En Facebook, Instagram o Whatsapp enseñamos un “selfie” arrebatador, una ruta en bici heroica o el regalazo que nos ha hecho nuestra pareja.
Y todo este bombardeo, participemos mucho o poco de este circo, cala y nos afecta. Nuestra autoestima lo acusa al no alcanzar ni la mitad de los logros que se nos presupone. Es fácil, asimismo, frustrarnos por no llevar vidas tan plenas e ideales como la que nuestros semejantes parecen disfrutar.
Pero también incide en lo que requerimos de los demás. Si nosotros estamos sometidos a la tiranía de la perfección no podemos exigirle menos a los que están a nuestro alcance. Los pequeños logros cotidianos se normalizan, o peor aún, se obvian. El error, en cambio, se penaliza intensamente. Abundan los padres estrictos que encorsetan a sus hijos y las parejas puntillosas que amargan a su media naranja.
Así, en una época donde depositamos expectativas tan altas que nunca se ven satisfechas, tal vez sea el útil recordar a Voltaire: “lo mejor es enemigo de lo bueno”.
Publicado en Diario de Almería el 15/02/2022