
Hoy no dejamos que el cosmos nos ilumine sino que vagamos deslumbrados por luces artificiales
Pasear una noche estrellada por las “taulas” de Menorca te hace preguntarte hacia dónde orientaron sus misteriosos constructores esos santuarios. El observador avezado podría señalar la Cruz del Sur y tal vez también las estrellas alfa y beta de Centauro, seguro más visibles en la época megalítica que ahora. Los yacimientos de Los Millares o de Gorafe, sin embargo, encaran sus estructuras sagradas hacia Oriente, buscando la bendición del sol naciente en cada amanecer y huyendo simbólicamente de la muerte y la agonía que representan el ocaso.
Hay un buen puñado de iglesias esparcidas por nuestra geografía, incluso modestas, que aguardan, en un silencio hierático, a que llegue la festividad del patrón del pueblo. Ese día el sol atraviesa la vidriera donde se representa una escena del santo en cuestión y el interior del templo se inunda de un mar de luces que dejan un alma henchida y un corazón lleno de fe.
Otras culturas se han valido de las sombras. En México, los arquitectos aztecas realizaron construcciones como la pirámide de Chichén Itzá donde la sombra de sus grandes escalones, proyectada por el sol un determinado día del año recrea el dibujo de la piel de una serpiente.
El ser humano ha estado, desde siempre, en relación con el cielo. Vinculado al sol y las estrellas. Mirábamos un horizonte que nos susurraba de dónde veníamos y caminábamos sobre el polvo de nuestros ancestros. El cosmos, en su conjunto, daba sentido a nuestras existencias pues formábamos parte de él. Lo adorábamos, lo temíamos, lo escudriñábamos buscando cuándo sembrar, cuándo recolectar. Construíamos nuestros monumentos y nuestros hogares en relación con el universo, no aislándonos del mismo.
Hoy ya no dejamos que el cosmos nos ilumine sino que vagamos deslumbrados por luces artificiales. Ya no miramos hacia arriba sino hacia abajo, no sea que pisemos algo no deseable. Celebramos los solsticios de verano e invierno con fiestas tan descafeinadas que nadie recuerda por qué encendemos hogueras en San Juan o celebramos en familia el día de Navidad. Vivimos encerrados en ciudades, pervertidos por leds, apps y píxeles. Y eso, queridos amigos, hace un daño silente y progresivo que nos deja vacíos de significados. Ese mal no se cura con pastillas ni lo diagnostica un psiquiatra. Esa oscuridad no se corrige encendiendo una lámpara sino viviendo, un poco al menos, como siempre lo hicimos.
Publicado en Diario de Almería el 12/04/2022