Donde no hay mata…
Cuando nos topamos con alguien que no da para más lo sensato es alejarse.
Hace un tiempo le dedicamos una columna a los tontos. Decíamos que la ciencia había demostrado que, efectivamente, la proporción de estos había aumentado tanto que la posibilidad de encontrarse con uno era cada vez mayor. Tras el desarrollo del artículo concluíamos que sólo podríamos proteger nuestra salud mental apartándonos de ellos pues constituían un colectivo capaz de agotar al más pintado. Y justo esta era la clave: aceptar que no podemos hacer otra cosa más que quitarnos de en medio.
Pero a la probabilidad de toparnos con un simplón hay que sumarle la de otros individuos igualmente insalubres para nuestra salud mental.
Imaginen la típica escena en el medio más hostil jamás conocido por el ser humano: sentarse frente al volante. De pronto te encuentras con alguien que ejecuta un movimiento que te pone en riesgo o tú mismo resultas el protagonista del error. ¿Qué sucede acto seguido? Lo propio, ya saben: un torrente de pitidos, improperios e incluso amenazas. En ese momento es fácil perder el control respondiendo con la misma salva de insultos. Y todo con el riesgo de escalada que ello conlleva y el mal cuerpo que eso te deja. Mal, por tanto. La clave, nuevamente, está en alejarse del agresivo con la mayor calma.
Otro espécimen que puede ponerte en problemas es el iluminado. Este lo encontramos en el trabajo, en el autobús o en la cola del supermercado. Se considera tocado por la gracia divina y ejerce un apostolado activo de su ideología. Te va a intentar convertir a su secta. Querrá demostrarte que su forma de entender la empresa, la política o la vida es la única verdadera. El iluminado no admite argumentos, sólo entenderá que abraces con él la fe verdadera. ¿Qué debemos hacer, entonces? Efectivamente, salir pitando.
¿Pero qué tienen en común el tontaco, el conductor agresivo o el iluminado? Pues lo hemos señalado al principio. Te agotan y te roban un quantum de energía considerable minando, además, tu salud mental. Por eso lo mejor es ni empezar con ellos, porque no dan para más. A este grupo pueden añadirle todos aquellos que ustedes consideren que son inasequibles a la evolución darwiniana. Desde el cobarde al malévolo pasando por el egoísta o el miserable. Si ustedes intuyen que su esfuerzo es o va a resultar en vano es mejor que se alejen. Se ahorrarán disgustos y ganarán en tranquilidad. Porque donde no hay mata no va a salir nunca una patata.
Publicado en Diario de Almería el 19/04/2022
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El cielo y el hombre
Hoy no dejamos que el cosmos nos ilumine sino que vagamos deslumbrados por luces artificiales
Pasear una noche estrellada por las “taulas” de Menorca te hace preguntarte hacia dónde orientaron sus misteriosos constructores esos santuarios. El observador avezado podría señalar la Cruz del Sur y tal vez también las estrellas alfa y beta de Centauro, seguro más visibles en la época megalítica que ahora. Los yacimientos de Los Millares o de Gorafe, sin embargo, encaran sus estructuras sagradas hacia Oriente, buscando la bendición del sol naciente en cada amanecer y huyendo simbólicamente de la muerte y la agonía que representan el ocaso.
Hay un buen puñado de iglesias esparcidas por nuestra geografía, incluso modestas, que aguardan, en un silencio hierático, a que llegue la festividad del patrón del pueblo. Ese día el sol atraviesa la vidriera donde se representa una escena del santo en cuestión y el interior del templo se inunda de un mar de luces que dejan un alma henchida y un corazón lleno de fe.
Otras culturas se han valido de las sombras. En México, los arquitectos aztecas realizaron construcciones como la pirámide de Chichén Itzá donde la sombra de sus grandes escalones, proyectada por el sol un determinado día del año recrea el dibujo de la piel de una serpiente.
El ser humano ha estado, desde siempre, en relación con el cielo. Vinculado al sol y las estrellas. Mirábamos un horizonte que nos susurraba de dónde veníamos y caminábamos sobre el polvo de nuestros ancestros. El cosmos, en su conjunto, daba sentido a nuestras existencias pues formábamos parte de él. Lo adorábamos, lo temíamos, lo escudriñábamos buscando cuándo sembrar, cuándo recolectar. Construíamos nuestros monumentos y nuestros hogares en relación con el universo, no aislándonos del mismo.
Hoy ya no dejamos que el cosmos nos ilumine sino que vagamos deslumbrados por luces artificiales. Ya no miramos hacia arriba sino hacia abajo, no sea que pisemos algo no deseable. Celebramos los solsticios de verano e invierno con fiestas tan descafeinadas que nadie recuerda por qué encendemos hogueras en San Juan o celebramos en familia el día de Navidad. Vivimos encerrados en ciudades, pervertidos por leds, apps y píxeles. Y eso, queridos amigos, hace un daño silente y progresivo que nos deja vacíos de significados. Ese mal no se cura con pastillas ni lo diagnostica un psiquiatra. Esa oscuridad no se corrige encendiendo una lámpara sino viviendo, un poco al menos, como siempre lo hicimos.
Publicado en Diario de Almería el 12/04/2022
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Enemigos de lo correcto
El mal se sirve también de personajes secundarios que resultan esenciales para que el daño se expanda.
Tengo la convicción de que hay siempre una vocecilla que nos advierte de que estamos haciendo algo mal. A veces no queremos rendirnos ante ella y entonces intentamos acallarla o incluso debatirle argumentando nuestra actuación. La mayoría de las veces le planteamos un escenario maquillado sacando fuera de escena a los elementos más incómodos. Pero ni por esas. La vocecilla sólo te dice: “no me importa, lo has hecho mal”. Y si esta suerte de Pepito Grillo siempre está presente en nuestras conciencias ¿por qué a veces triunfa el caos?
La primera razón y más obvia es porque existen las malas personas. En aquel combate figurado entre el bien y el mal, que referíamos la semana pasada, hay quien fortalece su parte más oscura dejando que esta se alce victoriosa.
Pero malos, malos de verdad no hay tantos. Así que para tener éxito se valen de personajes más grises pero esenciales para que el daño se expanda. Hay, en mi opinión, dos perfiles básicos.
De un lado tenemos al miserable. Estos personajillos serpentean entre el bien y el mal intentando beneficiarse de ambas posiciones. En realidad son siempre parásitos que se aprovechan del huésped que los acoge pero los malvados tienen una habilidad especial para conseguir que sirvan a sus intereses. Se caracterizan porque suelen rehuir la confrontación abierta y todos sus movimientos vitales responden a una única pregunta: “¿qué me conviene más?”. La miseria humana es inmanente al miserable. Todo aquel que intente hacer el bien sentirá lástima alguna vez del miserable pero no nos debemos equivocarnos. El miserable se arrastra por decisión propia. Él es el único responsable de sus actos.
De otro lado tenemos al cobarde. Este también resulta una pieza clave en los planes de la mala gente. El malvado coaccionará al cobarde hasta que sea afín a sus intereses. A diferencia del miserable el cobarde lo pasará mal porque suele tener claro cuál es el lado correcto pero no se siente capaz de apoyarlo. Los cobardes tienen cierta posibilidad de redención; en algún momento pueden ser capaces de sorprender con una acción consecuente con sus pensamientos. Pero cuanto más flagrante sea su acto de cobardía más se alejará del lado correcto.
Así, unos y otros, son auténticos enemigos de lo correcto, verdugos que, por acción u omisión, decapitan cada día a la virtud. Porque el miserable nace, el malvado se hace y el cobarde… Ese se deshace.
Publicado en Diario de Almería el 05/04/22
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¿Buenos, malos o ambas cosas?
Guardamos la capacidad de construir bondad o por el contrario escupir odio. Debemos elegir.
Apuró el café de un sorbo. Antes de salir su mirada se detuvo un instante en los titulares del diario que reposaba sobre la barra. La portada recogía distintas noticias locales sobre las inundaciones que había sufrido la comarca. Ya en la calle se sorprendió meditando sobre cuan contradictorio resultaba lo que acababa de leer. El rotatorio informaba de cómo un grupo de vecinos se había organizado para socorrer a quienes habían sufrido el embate de las lluvias con más virulencia. Unos recogían alimentos y ropa, otros organizaban salvamentos y había quienes incluso ofrecían sus hogares para acoger a los damnificados. No faltaba tampoco la fotografía de una cadena humana, brazo con brazo, que se jugaba el tipo para rescatar a un perro que había quedado aislado en una porción de tierra cercada por aguas embravecidas. Leyendo estas noticias uno casi podía sentirse orgulloso de pertenecer a nuestra especie. Pero el ensalmo duraba poco. No hacía falta, siquiera, pasar de página para leer cómo esas mismas inundaciones habían sido aprovechadas por otros para cometer saqueos y estafas, haciéndose pasar por falsos policías y bomberos. Inmediatamente uno se preguntaba cómo podía existir escoria que aprovechase unas circunstancias así. Volviendo en sí miró a su alrededor y trató de deducir si la gente que caminaba por la calle era buena, malvada o ambas cosas.
Este breve relato es ficticio pero podría estar sucediendo en este preciso instante. También podría haber ocurrido ya cientos de veces. De hecho, si fijamos la vista en Ucrania, nos llegan informes del peligro que existe de que las mafias y redes internacionales de prostitución aprovechen el éxodo de refugiados a la vez que la solidaridad mundial intenta mitigar el impacto que el sufrimiento de la guerra está provocando. Decía Hobbes que “el hombre es un lobo para el hombre”; Voltaire afirmaba, por el contrario, que “el hombre es bueno por naturaleza pero se corrompe por las instituciones sociales”.
Desde la perspectiva que me ofrece un oficio donde prima el auténtico contacto humano y cierta habilidad para bucear en el inconsciente creo que esta fábula, de presumible origen cherokee, es la que mejor resume nuestra condición. “Viven en nuestro interior dos lobos. El malo representa el odio y la ira, el bueno el amor y la concordia. Ambos permanecen en constante lucha pero sólo vencerá uno: aquel al que yo alimente”.
Publicado en Diario de Almería el 29/03/22
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