
“Ayer lloraba el que hoy ríe y hoy llora el que ayer rió”. Esta cita de Cervantes, incompleta por otra parte, fue todo cuanto recibió por respuesta. La mujer miraba la pantalla, con la esperanza de que un siguiente mensaje despejase las brumas de la duda y la pena. No fue así, el teléfono permaneció mudo, impasible ante la angustia de quien lo sostenía. Pasados unos minutos cerró los ojos.
Trató de recordar cómo era reír, cómo se disfrutaba la felicidad y la calma. No lo consiguió. La tristeza inundaba todos los rincones y nada parecía presagiar que eso cambiara pronto. Pero no se resignó y siguió pensando. Después dejó de pensar y comenzó a sentir. Lo primero que percibió fue una gran melancolía, esa que te atrapa y te asfixia, la que viene sin avisar, murmurando por lo bajo y apretando fuerte. Tras unos minutos de zozobra logró sentir algo más. Se le hizo presente cómo esa pena siempre acababa pasando, siempre se terminaba elaborando y convirtiendo en un recuerdo apagado. Uno que se guarda en una alhacena oscura y algo húmeda. También pudo advertir que, a veces, la melancolía era una compañera necesaria, la vía directa para aprender una lección necesaria o expiar un error crucial.
Progresivamente fue creciendo otra sensación. Sintió que la tristeza se convertía a veces en un partenaire ocasional. Como cuando, durante unos días, compartes experiencias intensas con quien era un desconocido que finalmente se acaba marchando. Paradójicamente el no tener todo el control sobre sus idas y venidas le proporcionó cierta satisfacción. A resultas pareciera que la pena marcaba su propio rumbo a tenor de un compás tan profundo que no siempre alcanzamos a alumbrar. Visto así sólo cabía esperar, mecerse en ella y probar a escribir el verso más “rante y canero” que decía Gardel. Le pareció que eso era también válido para los de fuera. Esos que nos quieren y sufren de vernos afligidos. La mujer creyó que sólo debían estar, acompañar y contener la angustia que emerge cuando un ser querido muestra pesadumbre. Serenidad, se dijo, para sí misma y los demás.
De pronto recordó cómo continuaba la cita. “Las tristezas no se hicieron para las bestias sino para los hombres; pero si los hombres las sienten demasiado se vuelven bestias. Más vale la pena en el rostro que la mancha en el corazón.” Tentada estuvo de devolverla escrita en su móvil más finalmente la susurró, abrió los ojos se marchó.
Fernando Collado Rueda (Psiquiatra)
Publicado en Diario de Almería el 23/06/2020